jueves, 7 de octubre de 2010

EL HOMBRE QUE BAILABA PARA LA LUNA


El hombre que bailaba para la luna

Por: Vanesa Benedí.




Con el manto de la oscuridad cubría su cuerpo, escondía su rostro. Solamente la luna, su musa y confidente, sabía acariciar su inmaculada piel y comprender su alma frágil ofreciéndole libertad y silencio.
Desde hacía años, el no buscaba más. Día a día, esperaba paciente el momento en que se reunían. Cuando llegaba el atardecer, una luz especial comenzaba a iluminar la obscura e impenetrable mirada del día tornándola pura y cristalina. Fiel a su íntima amiga, se sentaba al lado de la ventana a observar el ocaso.
-¿Por qué lo mira como si jamás lo hubiera visto, como si fuera la primera vez? -me pregunté yo aquella tarde?
-Cuántas veces más lo podré ver? -me respondió suavemente, casi susurrando, una delicada voz.
-Pero, ¿Quien era? ¿Quien?
Antes de acudir a su cita cerró los ojos. Yo sabía que si podía escuchar la voz de Dios -como él la llamaba-, la música de la naturaleza, sin que absolutamente nada le perturbara, solo entonces, abriría la puerta e iría a su encuentro. Así fue.
Tal vez, la gente pensaba que vagaba sin rumbo y completamente abstraído por su caminar lento y lánguido pero no era así. De repente, se detuvo, como siempre hacía, bajo la cabeza y permaneció completamente inmóvil.
-¿Tiene este hombre algún tipo de poder? ¿Por qué siento cuando deja de moverse que el tiempo se detiene a su vez? -me pregunté.
De nuevo esa voz...
-Mi cuerpo te habla.
-"Sí, si es eso" -me respondí a mi misma-, a pesar de saber que no fue mi yo, el que me había preguntado.
-¿Quien eres? ¿Quien? -volvió esa pregunta a mi cabeza a mi cabeza sin poder evitarlo.
Sí, tenía razón. Era su cuerpo el que hablaba, el que me decía mucho más que sus escuetas palabras. Y sin darme cuenta le escuchaba y entraba así a formar parte de ese todo inmóvil en aquellos segundos. Incluso el silencio, antes confortable, era tan profundo que enmudecía hasta mi alma. Pero ésta, sólo callaba porque deseaba escucharle, verle bailar.
Alzó la cabeza, comenzó a moverse. La luna testigo de aquellos pasos imposibles, todo mi ser esclavo de ellos. A través de su danza, todo recobraba la vida. ¡Pero era una nueva! Una, mucho más intensa que la que hasta entonces, al menos yo, nunca había conocido.
-¿Será por esta intensa sensación de plenitud, de absoluta conexión con la vida por la que amamos verte bailar, bailarín de la luna? ¿Será por esto? -me pregunté.
Esta vez, la voz que hablaba calló.
Hoy sé que no me respondió porque quizás sólo nosotros, todos aquellos que le vimos bailar alguna vez, seamos los únicos que podamos responder.
Zaragoza, 06 octubre de 2010.

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